Todos sabemos que a lo largo de la historia geológica de nuestro planeta hubo extinciones masivas de seres vivos (animales y vegetales) provocadas por fenómenos naturales de gran intensidad, como puede ser el impacto de un asteroide. Debemos saber, también, que el ser humano, desde que existe como tal, se ha visto afectado por estos acontecimientos catastróficos, y que el éxodo masivo de los pueblos, las grandes migraciones de la humanidad, casi siempre responden a estas causas excepcionales, unas veces de origen natural (cambios climáticos, violentas erupciones volcánicas, tsunamis…) y otras causadas por el hombre, que provocan la dinámica de poblaciones en busca de refugio (guerras, invasiones, imperialismos…).
Sin embargo, apenas conocemos lo que sucedió en torno al año 536 de nuestra Era. Por aquellas fechas ocurrió un brusco episodio de enfriamiento global, cuyas causas aún están por dilucidar, aunque son dos las hipótesis que prevalecen: una gran erupción volcánica en los trópicos, o el impacto de un enorme meteorito. Lo que sí está claro es que sus efectos, fundamentalmente meteorológicos, alteraron durante años el clima de la Tierra, provocando fuertes sequías, hambrunas, epidemias…muerte. Y así, el historiador Procopio de Cesarea, en su informe sobre la guerra contra los vándalos, en el año 536 decía: “Durante este año tuvo lugar el signo más terrible, porque el Sol daba su luz sin brillo, como la Luna, durante este año entero, y se parecía completamente al Sol eclipsado, porque sus rayos no eran claros, tal como acostumbra. Y desde el momento en que eso sucedió, los hombres no estuvieron libres ni de la guerra, ni de la peste, ni de ninguna cosa que no llevara a la muerte. Y sucedió en el momento en el que Justiniano estaba en el décimo año de su reinado”.
Mucho se ha especulado, no sin base científica, sobre estos acontecimientos. Es el caso del escritor David Keys, quien en su libro “Catástrofe: en busca de los orígenes del mundo moderno” (1999), afirma que ese cambio climático del año 536 fue causado por el célebre volcán Krakatoa, en Indonesia, basándose en las investigaciones del vulcanólogo Ken Wohletz. Por su parte, Robert Dull, John Southon y otros (2010), sugieren que el causante de esa brusca alteración meteorológica fue el volcán Ilopango, en El Salvador, que dio origen a una inmensa caldera, hoy ocupada por un lago, tras una violenta erupción explosiva que emitió más de 84 kilómetros cúbicos de piroclastos, y cuyos restos han sido investigados en sedimentos marinos del Pacífico centroamericano por el equipo de Steffen Kutterolf.
También se ha conjeturado sobre la posibilidad de que ese repentino cambio climático fuese debido a la enorme cantidad de polvo proyectado a la atmósfera, tras el fuerte impacto de un gran meteorito. En cualquier caso, en las últimas décadas diversos autores nos hablan de las probables consecuencias históricas asociadas a este insólito acontecimiento, como son las llamadas “invasiones bárbaras”, el fin del imperio persa, la aparición de la peste de Justiniano, la expansión del islamismo, o la caída de la ciudad de Teotihuacan (México).
A la vista de esto, lo que si queda claro, aparte de especulaciones, es la estrecha relación y la fuerte dependencia entre el ser humano y las anomalías climáticas -sobre todo si se prolongan en el tiempo- a veces originadas por causas extraterrestres. Basta con observar los efectos del último periodo glaciar, cuando hace tan solo (geológicamente hablando) 18.000 años, buena parte del Norte de Europa (incluidas las Islas Británicas) y de Norteamérica, estaba sepultada por un casquete de hielo de 2 kilómetros de espesor, al tiempo que el nivel del mar se encontraba 120 metros por debajo del actual. Con lo cual, no es difícil imaginar el durísimo panorama que tenían ante sí los humanos de la época, que en Europa, siguiendo el patrón comentado, ya habían dado “buena cuenta” de los neanderthales.
Y por esas mismas fechas, aquí enfrente, en el continente africano, las condiciones no estaban siendo menos duras, pues el desierto del Sahara era bastante más árido y extenso que en la actualidad. Y en el caso de nuestras Islas, nos encontramos con que al estar el nivel del mar bastante más bajo, Fuerteventura, Lanzarote y el archipiélago Chinijo formaban una gran isla (a la que bautizamos como Mahan), tentadora “terra incognita” que podía ser contemplada por los primitivos habitantes de la vecina costa de Tarfaya a simple vista, pues la distancia que las separaba era solamente de 60 kilómetros (hoy son 95).
Reflexión final: Debemos aprender las lecciones que nos van dando la Historia y la Ciencia, ya que, como hemos visto, en este pequeño mundo la Naturaleza es la que manda.
Francisco García-Talavera Casañas, geólogo y paleontólogo, exdirector del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife, expresidente de Museos de Tenerife y actual asesor emérito de la citada institución.